Un propietario que juró nunca serlo.
Saltando
entre charlas dispersas, nos enteramos de que Alfonso es propietario de esta
vivienda, pero llegó a ella como inquilino- condición lograda sólo por su
merecida fama de empecinado: desde el portero hasta el empleado de la inmobiliaria
intentaban impedir su propósito, por tener sus respectivos negocios poco
transparentes montados; al final terminó siendo su titular sólo porque la vida
se lo impuso.
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Desde sus viajes por Europa, tras
las huellas del mayo francés a finales de los años 60, él había decidido no ser
propietario de nada; juraba: su mejor muerte sería en un banco de una plaza,
como un vagabundo. No obstante, llegó un momento en el cual, o bien pagaba una
modestísima suma por ser dueño, o debía abandonar la casa de buenas a primeras.
Su abogada de confianza, le dijo, palabra más, palabra menos: “Alfonso esto es
un chollo, o lo compras tú o lo compro yo”. La inversión era demasiado
favorable, se estaba comprando el apartamento más espacioso de todos los de su
planta y que hoy resulta amplio y cómodo en comparación a cómo viven en los
“pisos” de 30m2 o menos, familias enteras en el Distrito Centro de
Madrid.
Cuando por fin empezamos a tratar
de dar sentido a la cantidad de conceptos lanzados en muy poco rato, caemos en
cuenta que en todo lo dicho hay coherencia-
término definitorio de toda la búsqueda existencial de la vida de Alfonso. Nuestro
amigo, casi en simultáneo, puede haberse lanzado a contar no menos de diez
distintas vivencias; y todas encierran enseñanzas inquietantes, alternativas
para el amenazado mundo de hoy.
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